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El viejo y muerte


—¿Por qué lloras? —preguntó la muerte —. Sabes que vendría a por ti.
—No lloro por tener que acompañarte —respondió el viejo—. Estos últimos años he sufrido demasiado, y deseaba tu llegada.
Disfrutaste de una larga vida.
—Sufrir no tiene porque ser normal.
—Para vosotros, siempre ha sido así. Entonces, insisto, ¿por qué lloras?
—Lloro porque en unos años la medicina eliminará el sufrimiento y la enfermedad, y no podré verlo.


-Este microrrelato participa en la iniciativa de @hypatiacafe sobre #PVenfermedad.
-El cuadro de de Joan Miró titulado “La esperanza del condenado a muerte”

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Ayana

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¡Que le den!

Mireia arrastró con determinación la maleta por los fríos pasillos del aeropuerto de Oslo-Gardermoen con el abrigo colgando del brazo, el bolso cruzando el pecho y su cabello oscuro recogido en una gruesa cola. A las siete y veinte de la mañana salía un avión dirección Barcelona, su ciudad natal, en donde no había vuelto desde que fué hacía ya doce años.         Antes de subir al avión pensó que necesitaría un café bien cargado; miró el reloj, faltaban cuarenta y cinco minutos para el embarque, había tiempo suficiente. Con el café en la mano buscó sitio en el bar que estaba muy lleno. Un hombre le permitió sentarse en su mesa junto a una joven que parecía su hija. Mireia se propuso concentrarse en el libro que sacó del bolso e ignorar a sus vecinos, pero le fue imposible no oírlos. —Trae un bocadillo de jamón, un vegetal para ti y dos cafés con leche —le ordenó el hombre a la recatada quinceañera —. ¡Y rapidito, que tengo hambre! Mireia miró de soslayo aquel hombre sentad

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Reencuentro

Nada anunció el giro que tomaría mi vida esa mañana en la que corriendo subí al metro para llegar al trabajo lo más rápido posible. Fue cerrarse las puertas y verlo al fondo de pie, apoyado en el asidero de metal mirando su teléfono móvil. Era el único negro del vagón. Lo reconocí al instante. El tiempo había cincelado sus huellas sin compasión, pero seguía siendo atractivo.                Los recuerdos afloraron con rapidez atropellados; los niños; el río Níger; los mercados llenos de colores; humedad; olor a trópico. Su misma seguridad recostado en la barra del vagón del metro, pero apoyado en el enorme mango del patio de la casa familiar mientras saborea despacio el dulce néctar del fruto amarillo. La alegría me invadió entera obligándome a ir hacia él, en la otra punta del coche.             El vagón no iba demasiado lleno y aminoraba la marcha. Pensé en aprovechar, estábamos llegando a la estación de Arc de Triunf. Cuando se abrieron las puertas entró un tumulto de turist

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